Kristín Bjarnadóttir
El mejor tanguero del mundo
¿Querés bailar con el mejor tanguero del mundo?, me parece oírle decir y mi alegría de bailar se pone de puntillas, mientras esperamos, de pie, el siguiente tango, en la calurosa noche del otoño argentino. No oigo el plural; tampoco cuando repite la pregunta en inglés:
Do you want to dance with the best dancers in the world?
¿De qué estaba hablando? ¿Se refería a sí mismo?, con quien yo ya bailaba. Curiosa pregunta.
Ciertamente, él era un bailarín de mi gusto, y yo, siendo, como soy, una norte-europea y forofa del tango, decidí hace unas semanas que nuestros primeros pasos juntos no serían los últimos. Fue aquí, en este mismo local, en el Salón Canning de la calle Scalabrini Ortiz, en el viejo Palermo. Nos conocíamos de vista desde un cursillo de Corina de la Rosa y Julio Balmaceda, y me invitó a bailar en medio de una tanda, sorprendiéndome con su ímpetu y enérgicos molinos de viento, giros que me convirtieron en un aspa de molino. Seguirle era un reto divertido. Durante las siguientes semanas, enseguida me daba cuenta si estaba presente en la misma milonga que yo. A veces, él tampoco podía evitar verme, y en ocasiones sucedía que viajábamos juntos por las vías interiores del tango. Entre tanto, yo fui testigo de cómo él frecuentaba las diferentes milongas de Buenos Aires, al parecer siempre bailando con la misma concentración, en ocasiones obsesivamente, una tanda tras otra, con mujeres distintas, desde que la noche era joven y más apretado se bailaba en la pista hasta que sólo quedaban aquellos que, permaneciendo, se erguían en anónimos reyes y reinas de la noche, continuando con el baile cuando la orquesta había dejado de tocar, retornados los momentos de los discos compactos, pasada la hora de los pasitos muy cortos a causa del peligro circulatorio.
Al principio de la noche predomina la clase más disciplinada del tango social en las concurridas milongas. (En Europa, los amantes del tango hablan de tango social para diferenciarlo del baile de demostración, y los argentinos usan la misma denominación). Una coreografía preparada de antemano es imposible; es pura improvisación, una continua búsqueda de cómo interpretar la música sobre un espacio muy limitado de pista. La compenetración de cada pareja que baila pecho con pecho, mejilla con mejilla o frente con mejilla, se arrugaría si no hubiese armonía entre las diferentes parejas en su caminar en sentido contrario a las agujas del reloj. Los encontronazos son algo que “no ocurre”, independientemente de lo atestada que esté la pista. Mantener estilo y orgullo a pesar de todas las limitaciones externas sigue siendo el truco entre los tangueros aún hoy en día. Tal y como lo era cuando el tango se estaba formando, surgiendo de la impotencia y la decepción de los barrios de pobreza e inmigración, a las orillas del Río de la Plata. Vivir en precario no es nada nuevo para los porteños, y aunque las canciones hablen de las más amargas traiciones y desamparos, quizás el tango también se pueda considerar una fructífera adaptación, una manera de soñar juntos e independizarse del mañana.
Como en una rotonda cualquiera y en numerosas sociedades, tienes más derechos en el círculo interior. Allí los errores son posibles al abrigo del círculo exterior, allí se permiten pasos más largos, ganchos, boleos, pequeñas florituras con los pies que no se agarran al suelo. Es decir, si todavía hay espacio hacia fuera en el círculo interior. Hasta allí huyen tanto los desenfrenados como los principiantes que no logran adecuarse con improvisación a la circulación en sentido contrario a las agujas del reloj. Estar siempre preparado para tener que cambiar de dirección, detenerse, transformar un giro derecho en un cauteloso giro izquierdo, darse cuenta de las posibilidades de los pasos cortos para que no se conviertan en monótonas repeticiones. Aquí todo el mundo parece saber esto, como si fuera algo innato. ¡Sí, en aquéllos que tienen algunos decenios a las espaldas sobre la pista! Pero no es innato. Del mismo modo que no lo es un cierto lenguaje de palabras y sintaxis. Mas, la posibilidad es seguramente innata.
El tango social requiere habilidad e imaginación, y la mayoría de la gente evita las milongas al principio, salvo para ver a otros bailar. Se limitan a los ensayos de baile los primeros años, mientras los fundamentos se asientan en el cuerpo. Para eso hay la llamada práctica por la tarde o tarde noche. Aquí en el Canning, los lunes, es tradición una práctica específica para hombres, entre cursillo y cursillo. Lo descubrí participando. Por casualidad. Era mi primera noche de lunes en Buenos Aires y acudí temprano al cursillo de perfeccionamiento de Natalia Games y Gabriel Angio. Vi a hombres bailar con hombres y también a mujeres con hombres, y un tipo amable me invitó a ensayar con él. Al rato me preguntó si quería intentar llevar el baile. Intercambiamos papeles y comencé a fijarme mejor en los trazados sobre los que el instructor trabajaba con la ayuda de los diferentes muchachos del grupo.
Seguimos turnándonos en llevar el timón en jocosos experimentos, mientras yo me admiraba de lo modernos que eran los hombres argentinos. Y en realidad, esta admiración continuó, a pesar de enterarme de que esto era la llamada práctica para hombres. Las mujeres participaban en pie de igualdad. Al comenzar la verdadera clase, se volvió a los roles tradicionales, las mujeres ensayaban cómo ser llevadas, los hombres cómo llevar.
La cercanía requiere que me sienta a gusto junto a mi pareja de baile y que aprenda a sentirme a gusto con los demás. Estoy desarrollando el libro tanguero de mi propio cuerpo. Al mismo tiempo aprendo a no ver a aquellos junto a los que no creo que me pueda sentir bien justo ahora. Y quizás no ver en absoluto a aquellos que no conozco o que no he visto bailar. En Buenos Aires se saca a bailar con los ojos, enviando signos de interrogación con las cejas si hace falta. Nadie debe verse obligado a hacer un viaje en balde para invitar a bailar. La tradición simplemente manda que nos encontremos al borde de la pista si la invitación es mutua. La mujer se acerca por el camino más corto a la pista, donde espera, mientras el hombre recorre el trayecto más largo. En las milongas tradicionales se considera una grosería acercarse a la mesa de alguien e invitarle a bailar con palabras. Entre las generaciones más jóvenes es aceptable entre conocidos y, en este caso, igual de aceptable contestar que no.
Si no existiera la cortina, sería más complicado encontrar a una pareja de baile. Cortina se llama el tradicional descanso que se toma después de cada tanda de tangos. Ésta, generalmente, se compone de cuatro tangos, cuatro canciones de los tesoros del arte tanguero. Cuatro tangos, cuatro valses tangueros o canciones milongas. (Y cuando menos lo esperas intercalan una serie de canciones de rock, si no de salsa y, a veces, el baile popular argentino, la chacarera). La milonga es la danza a la que deben su nombre las sesiones de baile tanguero. De este modo, la palabra milonga tiene doble significado. Es el baile más antiguo dentro de la familia tanguera y requiere un movimiento de pies mucho más vivaz que en otras ocasiones, más rápido y muy a ras del suelo. A menudo a la milonga se le denomina la madre o predecesora del tango, junto al candombe, el baile de los afroargentinos.
Durante la cortina todo el mundo abandona la pista. Se considera de simple buena educación, igual que el cambio de pareja. Bailar con la misma persona dos o tres tandas seguidas significa que los involucrados son o matrimonio, novios, verdaderos amantes o futuros amantes. La mayoría respeta esta interpretación, tanto en la milongas por la tarde, como en las milongas nocturnas, hasta bien entrada la noche. A partir de las tres el gentío en la pista empieza a perder su número, y entre las cuatro y las seis los milagros pueden ocurrir. Entonces es divertido bailar al son de la música de Osvaldo Pugliese. Grabaciones de los años cuarenta del siglo pasado. E incluso de Piazzolla.
Llueve esta noche. Una noche otoñal a principios de abril. La pista del Canning tiene fama de ser una de las mejores de la ciudad. Pero el tejado tiene goteras. En Buenos Aires muchos tejados tienen goteras este año. Las gotas se precipitan atravesándolo, aterrizando en el extremo de la pista, delante de las mesas, como para recordar que hay crisis. Que si a menudo ha sido menester, ahora es de absoluta necesidad seguir “tangueando”.
El reloj va camino de las cuatro cuando empiezo a bailar con Alexander. Me parece que llevo sin bailar con él desde la madrugada del Viernes Santo. Eran las últimas tandas en el Niño Bien y yo —hacía tiempo que me había quitado todo calzado elegante, con los pies desnudos dentro de polvorientas zapatillas de tela con suelas de cuero planas para bailar— pude leer en el semblante de algunos jóvenes sentados a una mesa que mis pies resultaban bastante graciosos.
Me siento a gusto con este hombre tangomaníaco, alto y moreno, ahora cuando ha llegado la hora de los pasos largos. La hora del júbilo y el atrevimiento. La cercanía es libertad, no flirteo, mientras bailamos. La prohibición no escrita del boleo, con el pie en alto, se levanta. Y él se siente a gusto conmigo. Puede jugar, permitirse algo nuevo que no sabe en qué acabará, rematarlo, sorprendiéndose a sí mismo y a mí. Es fácil seguirlo, y cuando malinterpreto algo, lo convierte en un nuevo juego improvisado. Quiero volver a bailar con vos, dice, no esta próxima tanda, sino la siguiente. ¿Vos dónde vas a estar ? ¡Quedate, por favor, donde pueda verte! Está en compañía de mujeres jóvenes esta noche, probablemente de su edad, cerca de los treinta, y veo que una de ellas se queda en la mesa esperándolo. Bailan. En un nuevo abrazo. Intercambiando nuevas corrientes. Le alcanza hasta el pecho, fina, con facciones japonesas, movimientos cautelosos. Apacible. En un santiamén él adecua su dirección a su carácter, a su cuerpo, su equilibrio, sus posibilidades mutuas en un baile común. Y una instantánea eternidad después, a otras posibilidades conmigo.
Después de nuestra segunda tanda, decido largarme, acompañando a unas amigas que viven en San Telmo; de este modo me puedo apear del coche en alguna parte de la zona de Congreso donde me hospedo. Estoy satifecha con la noche, habiendo bailado con otros magníficos bailarines. Y me parece de mala educación esperar más tandas con Alexander y no tengo ganas de bailar con otros. Tengo que comprarme cedés para llevarme a Europa. Hay un vendedor en el local, Jorge, que conduce un taxi y atrae a los clientes bailando. Todavía no había conseguido un disco bueno cien por cien de Carlos Di Sarli y...
Y luego a ponerse los zapatos de calle.
Me he cambiado de calzado de un pie y quitado las zapatillas de baile del otro, cuando lo veo a unos cuantos metros. ¡Me está mirando! De pie, con los brazos relajados, en pose de espera, frente a mí, oblicuamente. Sin gestos. Sin acercarse. No es necesario. Sé lo que quiere y esto lo sabe él cuando me calzo las zapatillas de nuevo. Las zapatillas de Farroni, hechas a medida, me están casi bien, empezando a amoldarse a mí. Se acerca a la pista y espera allí.
Es entre baile y baile, con el reloj encaminándose hacia las cinco, cuando surge la pregunta sobre los mejores bailarines del mundo. Dado que dos veces la malinterpreto, logro pensar ¿tendrá megalomanía este tipo? ¿Tendrá no sé qué planes disparatados...?, o quizás sea aún mejor bailarín de lo que me imaginaba. ¿Pero el mejor del mundo?
¿A qué te refieres? ¿Te refieres a ti mismo?, pregunto al final para enterarme mejor y para mostrarme educada.
Dejame a mí fuera, me dice, al tiempo que nos reencontramos en un abrazo clásico. Sé que aquí hay gente a la que le gusta verte bailar conmigo, pero me refiero a otra cosa. Tomate tres segundos para mirar alrededor. Entonces verás los mejores tangueros del mundo sobre la pista.
Y robo un poco de atención de mí misma, de la música y el baile para intentar adivinar qué es lo que quiere decir. ¡Fabián Salas se ha puesto en marcha! ¡Válgame Dios!, él que lleva sentado toda la noche a una mesa junto a la pista hablando con otros hombres de mediana edad. Pero ¿él es el mejor tanguero del mundo? ¿Y con quién está bailando? No es la mujer con la que hace las demostraciones. Veo a Darío, un jovencísimo bailarín de demostración que bailó alquilado hace poco en el Festival Internacional del Tango de Fabián y Gustavo Naveiras, pero en este momento está sentado charlando. En la pista apenas hay de siete a diez parejas. Y nosotros. No, no veo a ningún bailarín conocido salvo Fabián. Algunos rostros los he visto antes, pero... no. Incluso la pareja que salió a la palestra sobre las dos se ha ido. Ezequiel y Sabrina, que de vez en cuando sacude el culo con extraña gracia. Para un tanguero de demostración es importante encontrar sus propias señas de identidad y hacerlas visibles. Tal y como se permite Geraldina de manera brillante. Se abre en esplit o espagat cuando menos lo esperas, no en el aire como una bailarina de ballet, sino sobre el suelo, y luego se eleva como un resorte de nuevo. A veces se apoya un instante sobre sus talones, de modo que los tacones altos de sus zapatos quedan tumbados sobre la pista y el juego de pies parece completamente confuso y callejero. Geraldina es la que está más en boga ahora, la más popular de las que salen a la palestra en las milongas, joven, morena, suave, hermosa y con aires de convicción. Pero no está aquí. No ahora.
¿A qué se refiere el hombre? ¿De quiénes está hablando? ¿Y quién es él mismo? La respuesta a esta segunda pregunta no la requiero en palabras. Lo llamo Alexander y tal vez sea norteamericano de ascendencia rusa. No lo sé, ni si se ha instalado definitivamente, ni cuándo, en Buenos Aires. En esta ciudad que de alguna forma crece y se expande en mi mente, al intentar entender lo que él quiere decir.
¿Te refieres entonces a Fabián Salas?
No. Fabián está bailando ahora y es inusual verlo bailar en las milongas. No me refiero a él en particular. Estoy hablando de esos mejores tangueros del mundo que disfrutan de las horas postreras, los que salen tarde a la pista y nadie ve. No bailan para los espectadores, lucen más cuando la mayoría de la gente se ha ido a casa, no bailan para otros y nadie los nota. Ésos son los mejores tangueros del mundo. ¿No lo ves?, ¡eso es magia! El mundo no tiene ni idea. Lo sabés vos. Lo sé yo. Guardátelo como un recuerdo personal. Una pizca de magia, dice Alexander, quien empuja, más de una vez, mis rodillas hacia abajo con las manos, cuando alguna de ellas se queda como suspendida en el aire de la sorpresa y la fascinación por sus insospechados giros e inesperadas direcciones en las que yo me quedo varada.
Nuevas leyes regían ya. No sé qué fue de la ley de la gravedad, pero sé que me resultó bastante más difícil cambiar de calzado la segunda vez que me preparaba para despedirme de la milonga en Palermo esa mañana de martes. Tal vez era una especie de asesinato el abandonar la magia mientras todavía había gente bajo su influjo.
Buenos Aires, 9 de abril 2002
Título original islandés: Heimsins besti tangóari
Traducción española: Kristinn R. Ólafsson
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